La constelación CNTC brilla con La Estrella de Sevilla
En aquellos días habíamos sido invitados a unas jornadas que se estaban desarrollando en el Observatorio Astronómico Nacional sobre la identidad de ciertos cuerpos celestes, especialmente refulgentes, alojados en lo más recóndito del firmamento. Llamaba, poderosamente, la atención a todos los investigadores el resplandor provocado por un objeto no identificado, que estaba trayendo de cabeza a todos los organismos dependientes de la materia versada en el estudio del Cosmos. De ahí su desesperado llamamiento a toda la comunidad científica; por si alguno de nosotros nos sentíamos capaces de arrojar, valga la paradoja, un pequeño rayo de luz sobre ese arroyo de luz desconocido.
Cuando nos tocó el turno de mirar por el telescopio, no podíamos dar crédito, en un primer momento, de lo que estaban viendo nuestros atónitos y deslumbrados ojos. Primeramente nebuloso pero después tomando forma de manera gradual, nos encontramos ante un remoto astro que -mediante diversas emisiones de rayos ultravioletas- proyectaba un nuevo texto crítico de nuestro idolatrado Juan sin Credo. En aquella ocasión se trataba de una reflexión sobre la obra La Estrella de Sevilla, representada por la Compañía Nacional del Teatro Clásico, en el Teatro Pavón, la tarde del 22 de mayo, bajo la dirección de Eduardo Vasco.
No queriendo perder la ocasión del deleite para los posibles lectores del siempre iconoclasta Juan sin Credo, cedemos el espacio interestelar necesario donde dé comienzo la festividad nihilista con el regocijo y disfrute que ésta se merece
Aquel Madrid -a la salida de la boca de Metro de la estación de Tirso de Molina- hedía a orines secos y calenturientos, en la multitud de desechos de las tiendas al por mayor que existen en la zona. La rehabilitación especulativa de ese espacio urbano por el Faraón Gallardón no había conseguido erradicar los malos hábitos de una población adicta al crimen pasional y al chute miserable de la heroína.
A la puerta del Pavón estaba esperando, con su siempre gastado maletín, -repleto de entradas, cuadernos pedagógicos y sueños por enseñar- nuestro gran maestro Juan Antonio López Estévez, aún pendiente de recibir mi visita en este curso que ya pronto iba a finalizar.
Me sorprendió el poco pudor que se gastó la Compañía, porque en la distribución de su cuadernillo de mano apenas se hacía una escasa mención al más que probable autor de la obra, Andrés de Claramonte. Se ha procurado, al igual que los impresores de las primeras décadas del siglo XVII, con el ejemplo paradigmático del muy ladino Francisco Lucas de Ávila, atribuir el texto a Lope como reclamo comercial para éxito de la taquilla. En fin, reduccionismo cultural discutible el de la Compañía Nacional que puede soliviantarse acudiendo el interesado a la edición de Alfredo Rodríguez López-Vázquez en el número 337 de Cátedra, de la colección Letras Hispánicas.
Dejando a parte este problema referente a la didáctica de la literatura, nos centramos en el brillante espectáculo teatral que nos brindó la Compañía la tarde del 23 de mayo, del año del señor de 2009. La distinción más importante que cabe señalar en la dramaturgia de la Estrella de Sevilla es la existencia de un magnífico y elaborado trabajo del grupo actoral, que rejuvenece y rehabilita el clásico con una puesta en escena de muy buen gusto y elevado nivel.
El escenario está delimitado por veinte planchas rectangulares de un color caoba claro, que forman las tres paredes entre las que se desarrolla la acción; en el centro de la escena existe una tarima con cinco planchas y alrededor siete prismas -también rectangulares- móviles, que serán manipulados por los actores para crear diversos ambientes según lo necesite el discurso del texto teatral. Además los actores siempre están en escena, sólo la abandonan los que mueren, creando espacios, formas, presencias que dominan y determinan la creación de una espesura dramática muy sugerente y significativa.
Aparte de este excelente trabajo colectivo, existen momentos en la obra donde destaca la actuación individual de algunos de los actores principales. Por ejemplo es digno de mención el binomio compuesto por el rey don Sancho, interpretado por Daniel Albaladejo, y don Arias, cuyo papel desempeña Francisco Rojas; el primero sin más atributo que su presteza y elegancia, el segundo por su enérgico torrente de voz que ensancha los designios humanos de la tragedia (aún está fresca en nuestra memoria su actuación como rey Melchior, declamando vernácula, -bajo la batuta de Ana Zamora que actualmente dirige Ligazón de Valle- en el Auto de los Reyes Magos, durante el pasado mes de diciembre en la Sala Abadía)
Otra pareja que también cobra protagonismo, en el último tramo de la obra, es la de Sancho Ortiz de las Roelas, Jaime Soler, acompañado del bobo Clorindo, personaje realizado por Paco Vila, sobre todo en la parte donde el Cid de Andalucía pierde momentáneamente el juicio y cree descender a los infiernos, cual un Dante sevillano. Por último, en esta puesta en escena tan masculina -pues de los quince actores sólo dos son mujeres y una de ellas no está más de media función entre las tablas- es admirable aquella en la que Estrella Tavera, brillantemente representada por Muriel Sánchez, vestida de novia, se entera del asesinato de su hermano a manos de su prometido Sancho Ortiz, culminación de la tragedia, arquetipo de la desolación.
En definitiva, una meritoria dramaturgia la de Eduardo Vasco con este clásico de nuestro Siglo de Oro, donde también es reseñable el vestuario de etiqueta de los personajes y los fragmentos musicales que avivan la intriga de la obra, pertenecientes al grupo experimental alemán de los primeros setenta C.A.N. (Comunistas. Anarquistas. Nihilistas); además, de la misma manera, es importante para el éxito de la representación la cadencia de un verso limpio, suave y la difícil apuesta por una versión bastante fiel, exceptuando algunos pequeños ajustes de personajes y situaciones.
Dicen que Juan sin Credo salió satisfecho esta vez del Pavón, a diferencia de la anterior cuando había asistido a la representación de la Comedia Nueva y el Café, dirigida por Ernesto Caballero. Dicen que Juan sin Credo se despidió, afectuoso, de su maestro Juan Antonio con la esperanza de verse pronto. -Si ya no fuera en este curso será entonces para el que viene- dicen que dijo con un tono metafísico...sencillo y optimista...sentimental. Dicen que Juan sin Credo fue a visitar, en la cercana vecindad del Avapiés, a su amigo Lolo Di-a ´ Trives, junto con su florida manceba, y que se mojaron mucho, incluso con agua, tanto... que hasta las calles se limpiaron frescas de ese olor reseco a orines y desechos malditos de la miseria.
4 comentarios
marcos -
Creo que continúan gira la próxima temporada, aunque no sé exactamente por dónde.La recomiendo a todos los teatreros.
Raúl -
Científicos Futuristas -
María -
Los tres únicos actores que se salvan son Daniel Albadalejo, que era una joya en bruto cuando cambió de la compañía Noviembre Teatro al Clásico y se está puliendo magníficamente a medida que pasa el tiempo; Francisco Rojas, que una vez más demuestra que su soltura al pisar un escenario no es casual y Paco Vila, que elabora con certeza su personaje histriónico, contrapunto necesario en la obra.
El resto, nada de nada. Se pueden salvar algunos momentos de Jaime Soler, que tiene una actuación muy desigual, con escenas en las que sobreactúa y ocasiones en las que no transmite absolutamente nada, sobre todo al final.
Muriel Sánchez está penosa: no grita; chilla. No tiene voz suficiente y recurre a forzarla para llegar al punto deseado en los momentos más dramáticos. La expresión corporal hace aguas por todas partes -rasgo muy marcado, por desgracia, en el resto del elenco- y de tan contenida que es en algunos momentos, pasa a ser toda brazos en alto en otros: completamente desmedida.
Vasco sigue empeñado en convertir el teatro clásico en una sala de autopsias: no hay garra, no hay fuerza, no hay sentimiento.