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Juan sin Credo

Platonov o el efecto gaseosa

Platonov o el efecto gaseosa

 

Sigue, sin pausa, su pertinaz curso el avance incuestionable sobre la exhumación y vítores de nuestro más querido e idolatrado Juan sin Credo. Su larga sombra de la leyenda continúa en aumento, aún más, cuando aparecen aquellos textos donde denuncia la contumacia con que la crítica orgánica desplaza a los autores de la corriente nihilista para alabar un teatro de consumo que se difumina como el alquitrán de un cigarrillo americano. Así fue como apareció esta nueva reflexión de nuestro degradado libre pensador; en un anillo espeso de círculos concéntricos provocados por la combustión de miles de cigarrillos americanos a lo largo de toda una vida de fumador.

Para esta ocasión el acontecimiento trataba sobre Platonov de Antón Chejov, con una versión de Juan Mayorga, bajo la dirección de Gerardo Vera en el teatro María Guerrero, el 24 de abril del 2009, con un largo elenco de actores, hasta diez y nueve, de los que destacan Pere Arquillé como Platonov, Mónica López como Anna Petrovna o Carmen Machi como Sacha.

Del mismo modo que siempre, abandonamos a Juan sin Credo a su buena suerte para deleite de todos los lectores que quieran degustar el festín de las palabras huecas que hincan su significado en la hediondez de un vacío cultural protegido por el Ministerio y demás instituciones públicas que sólo provocan un teatro insoportable y anodino.

Caminábamos alegres en un mosaico de pareceres diversos, cada uno con nuestros intereses y emociones, hacia la zona noble de la calle Tamayo y Baus, bien cerca de la plaza de las Salesas Reales. Aún era de día, con lo que se acrecentaba el canto a la festividad presente en toda asistencia a una dramaturgia: expectación y anhelo. Allí estaba el padre de las criaturas nihilistas, según mi estrecho entender, con su abanico de entradas. Ahora sí rezumábamos confianza, y le pregunté sobre Valle en el Valle y la terna para el Retablo. En fin, cuestiones de otra índole que se escapan a este escrito donde el principal reo es la versión descabalada de Juan Mayorga.

El inicio es bastante prometedor; el escenario se convierte en una composición coral donde los sucesivos personajes entonan una armonía dialógica con un elevado sentido del ritmo. Catorce llegan a ser en un momento los actores que pueblan las tablas creando un dinámico entramado de voces y posiciones muy elaborado y efectista. A este arranque turbulento contribuye el buen hacer de Arquillé, dotando a Platonov de una fina ironía que no se capta, con esa amplitud, en la propia lectura del texto chejoviano. También son importantes en este alboroto escénico del inicio los actores Paco Obregón y Antonio Medina que, aunque un poco sobreactuados, imprimen un vértigo frenético que capta la atención de los espectadores.

Pero una vez llegada la cena y los posteriores fuegos artificiales todo se derrumba como un frágil castillo de papel con un fuerte olor a pólvora mojada. Aquello no hay por donde cogerlo. El disparate se acentúa en un rocambolesco serial lacrimógeno de escenas en collage que se pisan unas a otras sin sucesión de continuidad. Cabe destacar el impostado sentimiento que surge del pecho de Carmen Machi, la mediática Aida, que como nuestro conocido Juan Rana es incapaz de despojarse de su máscara y ser otra, convirtiendo su papel de Sacha en una marioneta ridícula e hiposa. La única que salva el tipo de este descalabro es Mónica López, con una actuación seria y con una envidiable presencia en escena.

Por lo demás poco. La puesta en escena es sobria, predominando el decorado simbólico, haciendo uso de las tecnologías de la imagen en la escena del tren, demasiado elaborado para su fugaz presencia, o en los fuegos artificiales, aquí si me parece un acierto el uso de los focos de luz proyectados sobre el techo abovedado de la sala. La figuración de los personajes también está muy conseguida, destacando los vestidos utilizados por Mónica López o Elisabet Gelabert, en su papel de Sofía.

En definitiva una apuesta demasiado arriesgada por parte del CDN al elegir una obra incompleta de juventud del maestro Chejov, que duraba más de siete horas, para naufragar completamente y convertirse en el hazmerreír de los espectadores, por lo menos de los que estuvimos el día 24 de abril.

Dicen que Juan sin Credo con los suyos salieron estupefactos debido al engendro teatral que habían consumido. Dicen que no les extrañaba la incomprensión del gran público ante el espectáculo teatral, cuando las obras y los directores que gozan de mayor difusión y publicidad les amenizan la velada con un indigesto remedo de comedia. Dicen que Juan sin Credo elevó su grado de nihilismo al comprobar que el presupuesto público se destina a desatinos de un pensamiento único -una forma lamentable de censura- desatendiendo la variedad y riqueza de Salas o autores alternativos a la cultura oficial.

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