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Juan sin Credo

Clasicos recauchutados con aroma de morcilla

Habíamos comenzado el nuevo año con la sana intención de seguir investigado sobre la obra inédita del último hijo de la corriente crítica nihilista, Juan sin Credo. Esta vez, sus escritos nos llevan hasta el Teatro Pavón, que fue sede provisional durante muchos años de la Compañía Nacional del Teatro Clásico. Para no entorpecer ni siquiera una coma de su discurso, procedemos a continuación, como viene siendo habitual, a plasmar íntegramente su reflexión sobre la obra teatral de aquel día, que no es otra sino la de la Comedia nueva o el café de Leandro Fernández de Moratín.

Llegué temprano aquel jueves 15 de enero del año del señor de 2009. Estaba siendo un invierno frío por lo que me refugié en el bar aledaño al teatro, esperando a mis amigos para ir juntos a la función. Habían empezado ya las clases del segundo trimestre en la educación no universitaria y en el ambiente flotaba ese aire dulce y descarado que emana del perfume ansioso del adolescente. Vinieron mis amigos y nos encaminamos hacia el patio de butacas para recoger nuestros asientos.

Las acomodadoras estaban nerviosas ante los disturbios acostumbrados de ese público juvenil (móviles encendidos, chascar de pipas y murmullos constantes); autoritarias a destiempo querían hacerse cargo de la situación, con muy malas formas, antes de que ésta se les fuera de las manos. Posiblemente, alguna de ellas también tendría algún hijo adolescente y seguro que con esos mismos nervios no le importaba echar en cara al profesor de turno de su “inocente” vástago, la extorsión que recibe a manos de algún alumno inmigrante, mientras, luego en casa, al mancebo nacional se le verá gozar, altanero, de todos los caprichos tecnológicos del mercado con la agenda de las actividades del Instituto en blanco y un expediente brillante de asignaturas pendientes.

Paradójicamente, el ruido en la sala provino del público de la tercera edad en forma de toses que durante esos días reventaban las urgencias de los dispensarios debido a la epidemia de gripe que estaba haciendo estragos por las bajas temperaturas. Incluso algún maleducado se permitió comentar la función con su compañero de butaca como si fuese un lance torero de José Tomás o un pase al hueco para el desmarque del Kum Agüero.

Comenzó la función con una delirante escenificación de La destrucción de Sagunto, de Gaspar Zavala y Zamora, que según palabras textuales del director del montaje servía para “arrojar mayor luz sobre las circunstancias en que se estrenó la obra”. Perdónenme mi grosera ignorancia pero a mí todo esto me pareció una auténtica morcillada, innecesaria para la comprensión posterior de la obra, porque lo único que se puede conseguir es la confusión del espectador en una maraña informe de hipertextos.

Posteriormente, el escenario se quedaba a oscuras con la figura de uno de los personajes, que después representará a don Pedro, recitando unos versos del propio Moratín acerca de la poesía dramática; de nuevo me volví a preguntar: -¿Para qué?- No queda lo suficientemente claro en el transcurso de la obra la postura de este personaje frente a la concepción del arte dramático de su tiempo. Los más arduos defensores del montaje me podrán decir: -No Juan, estás confundido, es que esa escena representa un sueño- -Pedro, nombre del personaje que encarna, según los críticos, la figura del propio Moratín, está soñando su propia obra-. -Pero quién está soñando- respondería sorprendido -¿Pedro, Moratín, el actor, los espectadores...?-

Podría ser ésta una causa que lo justificara, pero no me pareció que estuviera bien encajada, es una escena que no tiene ni término ni continuidad. En esos momentos, si hubiera acudido solo al teatro me habría levantado, pero el respeto a mis amigos y una curiosidad malsana me agarraron al asiento.

Las toses seguían incrementándose y yo me imaginaba que si hubiéramos estado en un teatro madrileño de 1792, fecha en la que se estrenó la obra de Moratín, el público ya la habría reventado con sus gritos y sus chanzas, pero por fin se encarriló el espectáculo para lo que realmente habíamos pagado por ver, según rezaban los cartelones publicitarios: La comedia nueva o el café.

Poco o nada voy a escribir sobre el sentido intrínseco del texto literario teatral, para eso me remito al concienzudo prólogo de Jesús Pérez Magallón en el volumen 90 de la Biblioteca Clásica de Autores Españoles. Mi función crítica consiste en desmenuzar, en la medida de lo posible, la dramaturgia realizada por la Compañía del Teatro Clásico Nacional a las órdenes de Ernesto Caballero.

Los personajes se conciben como muñecos de reloj que a veces se quedan paralizados según suena un timbre en off, recurso artificioso que va en el gusto de cada uno. Puede ser que esta concepción obedezca a la pulcritud neoclásica de seguir la pauta de la unidad de tiempo. El vestuario y los decorados corresponden a la época en cuestión en la que se sitúa la peripecia y no hay más que añadir sino que existe un verdadero acierto por el buen gusto. Los personajes más sobresalientes son los interpretados por José Luis Esteban, en el papel de Don Pedro, Carles Moreu, en el de don Antonio, y Vicente Colomar, en el de don Hermógenes, quedando bastante desdibujados los demás.

Llama la atención el vis cómico que se da a la mitad de la obra sobre un bando municipal de 1790, acerca del comportamiento que tiene que tener el público asistente a las representaciones dramáticas. Dos de los actores vestidos de alguaciles hacen una divertida mímica de la voz magnetofónica que enuncia cada uno de los puntos de dicho bando. Seguidamente, se vuelve a la acción principal justo en el momento en el que se está leyendo, en una esquina de las tablas, un fragmento de la fracasada obra de don Eleuterio El gran cerco de Viena, que va acompañada, al mismo tiempo, con una acompasada metateatralización, mediante la interpretación de otros dos de los actores entre la mitad del escenario y el pasillo central del patio de butacas. Este momento hilarante permite el regocijo y la relajación de los espectadores en uno de los mayores aciertos de esta dramaturgia y vuelve a plantear la necesidad de esas primeras escenas de relleno, pues hubiese valido, solamente, con esta muestra para iluminar las cotas de necedad que había alcanzado el teatro postbarroco previo al espíritu ilustrado.

Por último, cabe destacar la actualización que se le da a la última escena, demasiado cargada de conceptos moralizantes del ideario reformista, convertida a modo de una entrega de premios del mejor concurso televisivo que hace del final de la obra una parte muy dinámica y divertida.

En definitiva, cuánto más hubiese ganado la obra de Moratín, que por sí sola parece que tiene bastante autonomía, sin esos añadidos iniciales que la llevan al desequilibrio y la ponen en entredicho.

Dicen que los amigos de Juan sin Credo aprobaron la obra por los pelos. Dicen que al acercarse a un grupo de emperifolladas adolescentes, con los últimos modelos de las rebajas recién estrenados para la ocasión, escuchó decir a una de ellas: -Oye, nenas, pero es que vosotras os habéis enterado de algo o qué...- Dicen que Juan sin Credo se marchó esbozando una satisfecha sonrisa.

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