El amor verdadero
La resaña con seña
Se oye comentar a la gente del lugar que Juan sin Credo ha leído la última novela de José María Guelbenzu, El amor verdadero, publicado por la Editorial Siruela, en su colección Nuevos Tiempos, en abril del 2010.
Parece que el narrador está compuesto de tres voces; la primera es la del narrador omnisciente, el cual se presenta, en la última línea de la novela, con el nombre de Asmodeo (El diablo cojuelo). Un narrador omnisciente de los de toda la vida que interpela, constantemente, al lector con un grado elevado de confianza que permite acercar los hechos haciéndolos muy próximos.
Parece que las otras dos voces están en primera persona. La primera de ellas, la que más peso tiene dentro de la novela, -de hecho la Parte final corre de su cuenta- es la de uno de los protagonistas, Andrés Delcampo. Una voz que habla desde el presente y que, en el transcurso de una tarde y el principio de una noche, reflexiona sobre el amor verdadero que le une a su esposa Clara; un amor duradero que sólo podrá ser interrumpido por la muerte.
Parece que la tercera voz narrativa se encarna en la figura de Clara Zubia, una voz que irá creciendo conforme va avanzando la trama narrativa. Un acierto formidable por parte del autor que es capaz de ir transformado el contenido psicológico del monólogo interior de la protagonista, que si en un principio es frívolo, abrupto y deshilachado con el transcurso de los acontecimientos se convierte en un pensamiento más sereno, más reflexivo y más enriquecedor.
Parece que el contexto histórico se centra en los últimos cuarenta años de la vida social y política en España en una progresión cronológica, sólo interrumpida por la reflexiones de Andrés, primero en la terraza del restaurante al lado del mar Cantábrico y luego en el apartamento mientras contempla el dulce sueño de Clara. De esta manera aparecerán los hechos históricos más relevantes de esta etapa de la historia, como la expulsión de la cátedra de Aranguren y García Calvo, el proceso 1001, el atentado sobre Carrero y la muerte de Franco, el fallido golpe de Estado del 81, la esperanzadora victoria de los socialistas hecha después trizas por los graves casos del corrupción, la entrada en la CEE y en la OTAN, el despilfarro de los Juegos Olímpicos y el Expo de Sevilla, la vergüenza del caso Roldán, la vuelta al poder de la derecha y su mayoría absoluta del año 2000 y la masacre del 11-M, aún fresca en la memoria.
Parece que el tiempo interno de la narración coincide con estos cuarenta años, siendo significativo como el autor imbrica la historia con mayúsculas en la cotidianeidad de la vida de sus personajes. En este sentido es magistral la concomitancia de la muerte de Franco con el descenso a los infiernos -al modo de los eternos personajes de Valle, Max Estrella y su secuaz Latino de Híspalis- por los sórdidos tugurios del Madrid del barrio de Argüelles, que realiza Andrés con los tres bohemios, el tío Pedro Cadavia y sus dos amigotes de correrías Juan de Septiembre y el poeta feerico, Juan de Dios Álvarez Palacios, alias John Palacius.
Parece que el espacio se ubica en el Madrid de la burguesía, el paseo de Rosales, el Parque del Oeste, así como la Ciudad Universitaria, la calle de Cartagena o la plaza de Manuel Becerra, lugares en los que destacan las múltiples tabernas que se citan como el café Teide, el bar el Avión, el café Chun Chao, la taberna taurina El Sobrero, el bar Melbourne, el local Bourbon o el Mr Picwick. No obstante, los primeros instantes de la trama narrativa ocurren en el pueblo de la meseta castellana, del que los protagonistas son originarios, y, como se ha citado con anterioridad, la novela finaliza con el sonido del mar Cantábrico de fondo.
Parece que los protagonistas esenciales son la pareja ideal formada por Clara Zubia y Andrés Delcampo pero también pueden considerarse importantes el tío Cadavia, nigromante causante del hechizo de amor entre Clara y Andrés, cuando contaban tan sólo con cinco años, y la pandilla de amigos, entre los que sobresalen el gigoló, muerto de sida, Héctor, alias Chunchi Mendina, el haciendo honor a su apellido, Luis Bonafé, o el poeta racionalista Fabio Bertoldino.
Parece que entre la multitud de secundarios se pueden rescatar al padre de Andrés, el funcionario leal en el Servicio Nacional del Trigo, Baldomero Delcampo, los amigos Mendo Méndez, el Mendaz -muestra del personaje sin escrúpulos que se quiere enriquecer a toda costa, nacido en la transición del país a la modernidad y del que desgraciadamente todavía campea a sus anchas en los gobiernos autonómicos, provinciales o locales- el novelista de segunda Mateo Perdiz, la tía buenísima Julieta Romero, amiga de Clara desde la Facultad, las hijas de la pareja, Beatriz y Marta, las madres de ambos, fallecidas en un accidente de autobús en viaje del Imserso, Adela, la hermana continuista de Clara, Cosme, el padre de Clara, preboste del régimen y el ángel, hijo de la viuda de Zárate, despreciado por el otrora protegido de su familia Cosme, que terminará en las fauces de los opresores, creando una conciencia de culpabilidad en Clara que será, entre otros, uno de los motivos fundamentales de la intriga narrativa.
Dicen que a Juan sin Credo la lectura de esta novela le ha parecido uno de los acontecimientos literarios del año, a esperas de que en los tres meses que aún restan de negocio editorial aparezca alguna otra novela capaz de competir en calidad con esta obra maestra de Guelbenzu.
Dicen que acaso a esta lúcida, entrañable y completísima novela se le puede reprochar una pizca de inverosimilitud en los parlamentos que en ocasiones mantienen los personajes, muy hinchados de retórica, y, por lo tanto, bastante alejados de la lengua oral.
Dicen que la novela está repleta de buena literatura, -aparte de los encabezamientos de cada capítulo, abundan las citas y los versos de los grandes poetas del XX- cine y música y que se convierte en una delicia para aquellos lectores que buscan el deleite y el placer en una lectura ágil a la vez que concienzuda sobre la historia de España en los últimos cincuenta años.
(El autor)
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