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Juan sin Credo

El fenómeno ProtAgonizo

El fenómeno ProtAgonizo

 

Hubo una vez un momento, hablando de cerca con amigos, -me acuerdo, por ejemplo, aquella conversación que mantuve un día de vuelta a casa con Luz Sonora de la Partitura en la puerta de la Biblioteca Pública de Retiro- que me preguntaban si había tenido la ocasión de repetir la lectura de algún libro en determinados momentos de mi vida.

No suelo contemplar esa costumbre, bien es verdad, me gusta fagocitar novedades como si un protozoo emitiera un océano de pseudópodos. Pero lo cierto es que han sido varias las ocasiones en las que he vuelto a releer con interés esas páginas fascinantes sacadas de un clásico que me ayudaron a reflexionar sobre alguna situación en concreto o bien me sirvieron para sonreír acerca de ese sinfín de hechos narrados.

(Macrófago fagocitando)

Sin embargo, no sólo he repetido obras narrativas, las menos quizás, sino que he vuelto a leer y releer poemas inquietantes, emotivos, y, por supuesto, he vuelto a leer o asistir a la representación de una puesta en escena, como aquel cinéfilo que ve y no se cansa de ver más de mil veces la misma película de la que está profundamente enamorado.

De ese misma manera, me ocurre, como aquél que fotograma a fotograma disecciona cada una de las secuencias de su cinta favorita en busca de un nuevo escorzo de imagen, con el montaje de ProtAgonizo. Cada nueva ocasión, cada nueva lectura, descubro una distinta faceta de esa emperatriz de los escenarios llamada Ester Bellver.

(Ester frente al espejo)

Así fue, entonces, como me encaminé el domingo 6 de junio cuesta abajo calle Zurita, en pos de la Sala Triángulo, con la sabia intención de colocar otra pieza del puzle artístico sobre el recorrido vital de la fiera escénica en la que se transforma la experimentada actriz. A la puerta expectación, mientras que en la taquilla una atractiva mujer repartía una chapita de dos rombos para marcarnos el rumbo junto a un original marcapáginas igual que la cabecera de la ventana virtual de ProtAgonizo.

No conocía la Sala Triángulo, a pesar de las miles de veces que habré caminado mi bohemia por las cuestas de Lavapiés, y me llamó la atención su confortabilidad, su sosiego, su diseño cuidado y limpio. Se abrió la puerta del escenario y prisas por pasar ya que no estaban numeradas las entradas. Las gradas en altillo, como las de cualquier otra de las salas alternativas de la capital y el escenario a ras de suelo. No me senté todo lo mejor que hubiera querido, algo escorado a la izquierda del espectador, pero sí estuve cómodo.

(Sala Triángulo)

Completa oscuridad. Se enciende la luz con sorprendente sorpresa para recatados y amorales que chorrean su lascivia. A mí poco me importa y, aunque no lo parezca, esta vez me fijé más en los elementos de la utilería y me di cuenta de que Ester no está todo lo desnuda que parece.

Comienza los números: el de los números, el de la actriz medieval que repite y repite la frase, el de la tenista, el de la porra en la cabeza, el del día libre. La risa mana de la garganta. Pero también se desmenuzan los recuerdos de una época que ya se fue, un tiempo que nunca más volverá, de un amor desdichado que ya forma parte de nuestra memoria y que se desvanece como una nube de humo azotada por un mal viento. La amargura tiñe en negro los corazones.

(Claqué, claqué, claqué...)

Se suceden los acontecimientos ofreciéndose al espectador a la manera de un calidoscopio por parecer pequeños fragmentos dotados del color con el que Ester los sabe pintar. Así se muestran todos los sucesos de la infancia y la castrante educación recibida por las pérfidas monjitas.

También existe el tiempo de la poesía y de la música. Es conmovedor cuando narra el final del trabajo escénico y la recogida de la tramoya por los técnicos, con el símbolo del clavo erguido. En esta nueva oportunidad de ver a Ester tuve ocasión de fijarme mejor en su repertorio lírico que tiene su origen en los inicios de su carrera como actriz de revista.

(¿Los espejos devuelven la imagen?)

En definitiva una impresionante actuación que finaliza dejando una brisa de satisfacción en el espectador y un desasosiego permanente que hace brotar una necesidad intensa para querer volver de nuevo a ver ProtAgonizo y rescatar las múltiples proyecciones de la realidad que Ester Bellver plantea sobre el escenario.

Dicen que Juan sin Credo salió feliz cuesta arriba calle Zurita, camino del Suburbano, tras repetir ProtAgonizo. Dicen que al día siguiente leyó la entrada de la ventana virtual en el que tiene Ester volcado su trabajo y vio que estaba desanimada porque seis espectadores habían abandonado a medias el espectáculo. Dicen que Juan sin Credo ya le mostró su opinión y que no le importa volverla a escribir. Dicen que Juan sin Credo piensa que, exceptuando un indisposición, uno no puede abandonar el teatro dando un portazo porque faltas el respeto a los actores y a los demás espectadores, máxime cuando estás en una sala pequeña y tienes que pasar por delante del actor para salir. Dicen que para Juan sin Credo el público que asiste a una Sala Alternativa no es un cliente que siempre tiene la razón, pues si éste no tiene criterio no puede tener razón. No obstante dicen que a Juan sin Credo no le pareció mal el remedio propuesto por Ester de insertar en la función un intermedio y aquellos que se quieran marchar tienen ahí  su momento.

(Espero no sea el último baile que me dedica señorita)

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