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Juan sin Credo

Media ración de empanadillas criollas con firma de Autor

Media ración de empanadillas criollas con firma de Autor

 

Veníamos con los bolsillos llenos de hambre y con el estómago vacío, haciendo un ruido indecoroso, por lo que pensamos meternos en cualquier lugar para saciar nuestro voraz apetito. El apedreamiento de una de nuestra bases por los ultras radicales de la CNTC, en concreto la sección liderada por el fanático Pedrito el Faltón, nos había recluido en una indigencia que nos arrastraba sin freno por un precipicio abismal.

(Retrato robot de Pedrito el Faltón)

Vagabundeando por la periferia, esperando otro documento de Juan sin Credo sobre la CNTC que nos redimiese, holgazaneábamos en un tiempo que no era el nuestro; un tiempo vacío donde la cultura se estaba convirtiendo en un objeto de consumo sin más. En estos bajos fondos parecía brillar la sombra incómoda del Héroe. Cada paso, cada rincón recordaba su rabia nihilista sobre todo aquello que tenía la vitola de bien pensante o políticamente correcto.

(Trattoría especializada en empanadillas)

No aguantando ni un minuto más nuestros borgorigmos gastrointestinales, que hacían girar sorprendidas las caras de los demás viandantes, entramos en una especie de trattoria, regentada por unos psicoanalíticos y tópicos argentinos, cuyo principal preparado consistía en unas suculentas empanadillas criollas de carne, pollo, jamón y queso. Fue en la degustación de esta última, cuando empezamos a notar ese pálpito inherente a todo descubrimiento textual de nuestro idolatrado Juan sin Credo. El fino hilo derretido del cheddar se esforzaba retorciéndose en unas extrañas grafías que nos fueron explicadas prolijamente por el tan típico y simpático camarero de origen porteño.

No nos había fallado la intuición, era un documento del denostado e ingobernable Juan sin Credo, fechado a 13 de noviembre de 2009. en el Teatro Villa de Móstoles, dentro del XXVI Festival de Otoño, por la compañía de Daniel Veronese, que ponía en escena una versión del Hedda Gabler, de Henrik Ibsen, con el título de Todos los grandes gobiernos han evitado el teatro íntimo. Para no impacientar las consonantes siquiera de nuestros únicos lectores arrojamos la verbena nihilista como un nocturno, festivo y colorido Castillo de Pólvora de pensamiento cartesiano.

 

(Logotipo de XXVI Festival de Otoño)

La primera vez que tengo conciencia de ver a Daniel Veronese fue en su versión sobre la obra de Tres hermanas de Chejov, Un hombre que se ahoga. Vez, por cierto, también, primera que conocí al Padre de las Criaturas, que esté fin de semana sigue con la reposición de su espectáculo gótico Bathory, contra la 613, en la sala Liberarte, de la que ya os hablaré algún otro día. Dos años después, funcionan en Veronese las mismas coordenadas que en breve comentaré.

(El intensísimo director)

Casi con dos meses de antelación tuve que sacar las entradas pero ya para la Sala Cuarta Pared estaban agotadas por lo que elegí el Teatro Villa de Móstoles, antes que el Centro Cultural Isabel de Farnesio en Aranjuez o el Auditorio Pilar Bardem de Rivas, simplemente debido a una cuestión de calendario.

Hacia esa localidad de suroeste del cinturón industrial madrileño nos encaminamos la guerrillera narradora oral, Zeniala Volvoreta y vuestro humilde y discreto servidor. Como todos los pueblos que han crecido gracias a las oleadas de la inmigración interna de la décadas de los 50, 60 y primeros 70, Móstoles ofrece una visión arquitectónica irregular y anárquica, en donde predominan los edificios colmeneros y su casco histórico, peatonalizado recientemente, combina las creaciones de vanguardia -como la estación del Metro-Sur- con los caseríos vetustos de cuando la ahora ciudad-dormitorio era, todavía, un poblachón.

(La aguerrida en un dilema)

El teatro Villa de Móstoles es una de esas construcciones que destaca por su arriesgada estética pero totalmente carente de funcionalidad. El escenario está en escorzo y los espectadores de las butacas más cercanas a la salida ven a los actores en una perspectiva oblicua con lo que pierden un alto grado de visión. Allí no había ni acomodadores ni nada, afortunadamente sobraban asientos. Nos levantamos y nos sentamos más centrados en ese torcido teatro.

Claudio da Passano, en su papel de Jorge Tesman, nos espera en ropa interior a telón abierto. Saluda, aprieta nervioso los dientes esperando que nos pongamos cómodos, mientras Fernando Llosa, en el personaje de Asesor Brack, toca un piano que suena en off.

(El simpático bufón Claudio da Passano)

El decorado realista que les encuadra asemeja un salón compuesto por un serie de planchas de madera que lo delimitan. Dos puertas a los lados y una ventana en el medio, además de un recodo triangular que sirve de vestidor -donde también hay otro hueco de salida y entrada de personajes- conforman ese espacio escénico único en el que se desarrollará el grueso de la obra.

El mobiliario, del gusto nórdico de Ikea, apuesta decidida por la figura cuadrada, consiste en un sofá blanco en el centro y una mesa y cuatro sillas marrones a la derecha del espectador, al que habría que sumar el ya citado piano. Ni luces, ni música, ni apenas vestuario. Hedda Gabler, figura interpretada por la actriz Silvina Sabater, vestirá durante toda la obra con pantalón y camisa negra además de unas botas, también negras, de caña.

Los acontecimientos se suceden vertiginosos, sin solución de continuidad. El ritmo escénico es trepidante. El diálogo fluye incesante pero también el silencio es constructivo, logrado mediante el gesto cómplice entre los personajes. El parlamento establecido entre Tesman y Gabler, cuando el primero vuelve con el manuscrito de Ejlert, papel realizado por Marcelo Subiotto, es, sencillamente, una verdadera floritura de tensión dramática.

(Todos los personajes excepto el asesor)

Claudio de Passano es el actor que permanece durante más tiempo encima de las tablas, insuflando un humor ácido a la pusilánime figura del intelectual Jorge Tesman. Silvina Sabater clava con una elaborada presencia de astucia femenina la personalidad desbordante y caprichosa de Hedda. Es también reseñable la potencia actoral del veterano Fernando Llosa, sobre todo cuando se dirige al público con esa alocución autoreferencial acerca de los estrechos límites entre la realidad y la ficción teatral.

(Silvina, de espaldas, con Pipi y Marcelo)

En definitiva, unas mismas coordenadas que las observadas durante la versión de la obra de Chejov, basadas, nuevamente, en un esforzado trabajo de actor, pero con un inconveniente que hace plantearse al espectador una estructura deficitaria de la puesta en escena. El trabajo de síntesis de Veronese está realizado, no solamente con Hedda sino también con Casa de muñecas, bajo el nombre de El desarrollo de la civilización venidera, y el espectador que sólo asiste a una de ellas, por lo menos a Hedda, ve como la versión se cae, le falta la pieza donde imbricarse en un simbiosis acabada.

Dicen que Zeniala Volvoreta y Juan sin Credo salieron insatisfechos y con ganas de haber visto el trabajo completo que Veronese había realizado sobre la obra de Ibsen. Dicen que pensaron que la magnifica idea de diseminar la obra en diferentes sesiones o localidades del sur de Madrid podía corresponder al productor Sebastián Blutrach o a la distribución en España de los trabajos de Veronese, de la mano de Producciones Teatrales Contempóraneas, con el fin de hacer más caja o de potenciar el consumo de gasolina durante ese fin de semana de noviembre. Dicen que el sufrido monovolumen sufrió cien kilómetros más, debido a unas cuantas vueltas para salir de la ciudad famosa por la escena cómica interpretada por el humorista Millán Salcedo de las empanadillas y que, probablemente, daba la razón al argumento que habían procesado acerca del aumento en el consumo de gasolina y de la alianza entre Producciones Teatrales Contemporáneas y alguna Compañía Petrolífera de alto calado.

(Encarna y las empanadillas de Móstoles)

1 comentario

Anónimo -

Así fue