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Juan sin Credo

¡Vaya terna más desequilibrada!

¡Vaya terna  más desequilibrada!

 

Apurábamos la primavera en la matutina tranquilidad del paseo con prensa dominical y terrazas de jarras heladas y pinchos de ensaladilla harto sospechosos. Decidimos sentarnos en aquella franquicia de comida hindú, antes taberna castiza, al no encontrar otro lugar más acorde con nuestros tiempos de espera. Ya en la mesa, leyendo las revistas de suplemento con las variedades semanales, nos llamó la atención el brillo de un objeto tras las ruedas de uno de los vehículos estacionados con tarjeta fiscal de residente. Se trataba de un burujo rojo de nylon hecho un gurruño que parecía contener un tipo de documento textual.

Nos empezó a palpitar incesante el corazón, pues, últimamente, sucedía que detrás de cualquier descubrimiento inesperado, aparecía el pensamiento y doctrina de nuestro idolatrado Juan sin Credo. Así fue, consumados los aciertos del azar y su buen tino, como recuperamos otra de las críticas del libre-pensador cartesiano radical, perteneciente a la corriente nihilista, escuela de gran calibre intelectual en el pasado, ya que en nuestros tiempos se encuentra bien próxima a la extinción, debido al ambiente materialista de codicia que reina en nuestros ampulosos créditos y escasas cuentas de ahorro.

 (Retrato de Valle-Inclán)

En esta ocasión, se trataba de la obra la Avaricia, lujuria y muerte del gran Ramón María del Valle-Inclán, en el mismo Teatro que lleva su nombre, sobre tres de las cinco obras que componen esa farsa, cada una de ellas dirigidas por una persona distinta. La primera Ligazón por Ana Zamora, la siguiente La cabeza del Bautista por Alfredo Sanzol y la última La rosa de papel por Salva Bolta; lo más curioso de todo este galimatías textual es que tenía dos fechas marcadas: el 13 de mayo y el 3 de junio de 2009.

Para aclarar este misterio, así como descubrir el hilarante pensamiento y doctrina de nuestro bien amado Juan sin Credo, cedemos el discurso a sus palabras en una nueva verbena y fiesta nihilista de su artificio y colorido verbo.

Dice Anne Ubersfeld en su Semiótica teatral, publicado por Cátedra en 1998, que el teatro es el arte de la representación, flor de un día, jamás el mismo de ayer... Por este motivo, aún tenía pendiente en mi nómina y carrera de crítico de la Cultura el asistir en más de una ocasión a un mismo montaje, para comprobar las mutaciones, las imperfecciones o los aciertos.

La intrahistoria de la asistencia al Retablo es rica y compleja. Todo comienza el 24 de abril cuando al Padre de las Criaturas le propongo crear grupo para ver a Valle. Mi propuesta es un manifiesto fracaso porque sólo consigo algunos acólitos, entre los que destacan el tan ínclito Conde de Abascal y su florida manceba, Ana del Cancionero, Luz d´Oda a Salinas y Jimena del Mar Levante. Al mismo tiempo, mi gran amigo el libertario Lolo Di a´Trives me dijo a primeros de mayo que había reservado butacas para el miércoles 13. ¡¡Bingo!! -exclamé entusiasmado por el éxito de la corona con los laureles de la fortuna-. Al final, el miércoles 3 de junio fue la segunda ocasión en la que fui a ver a Valle, esta vez con los acólitos y con la presencia de una amiga del Maestro, compañera nuestra, Maritxu del Kampillo, que fue, en esta ocasión, quien nos facilitó las entradas.

Si señor, así son las cosas, así suceden los acontecimientos que a uno le han hecho comprender que una misma obra de teatro tuviera tan diferentes puntos de vista. Los actores podrán desempeñar lo más fielmente posible ese papel que les toca en suerte, pero un gesto distinto, una entrada a destiempo les delata, les hace engrandecer aún más ese organismo vivo que es el directo de una puesta en escena.

Por lo demás, el espectador es el más mutable de todos los componentes que intervienen en una obra de teatro; suelen ser distintos, tienen otros pareceres, otros gustos y estados anímicos diferentes, y si este espectador repite función -como fue mi caso en dos ocasiones- no tiene nada que ver la primera vez, en la que todo resulta inesperado al no conocer lo que va a suceder, con la segunda, donde ya no actúa como impulso del conocimiento el efecto sorpresa; además la visión del escenario se produce en otra butaca, con otro escorzo distinto.

Dados ya demasiados prolegómenos, iniciemos de una vez por todas su debido análisis dramático. Tres son los directores que toman la alternativa en el Teatro Valle-Inclán con Retablo de la Avaricia, lujuria y muerte. La primera que sale al ruedo es Ana Zamora, artesana miniaturista especializada en el pase poético de la sensibilidad en las escenas, conseguidas mediante gasas, chapoteos de agua y juegos de luces y sombras que nos hacen respirar aromas cercanos al aldeanismo universal de Divinas Palabras. En Ligazón se recuperan para la expresión teatral las ricas acotaciones expresionistas de Valle de la mejor manera posible: en boca del personaje que sale. Elena Rayos, La Mozuela, enciende su actuación en una grave madurez con la negación de entregar su cuerpo por unos miserables aljofares; los demás actores sirven de contrapunto para mostrar su libertad e independencia. Cabe destacar el artilugio del afilador que dará una iluminada creatividad para el desenlace final de la farsa.

(La Mozuela con el Afilador y el artilugio)

La cabeza del Bautista, bajo la dirección de Alfredo Sanzol, comienza con una coreografía casposa ambientada en el desarrollismo patriótico español de finales de los sesenta. Muy divertida, muy graciosa pero inútil para la estructura cognitiva de la obra, al igual que las otras canciones que se escuchan. Destaca la gran cortina de macarrones con más de quince tonalidades en atrevidos colores chillones. El papel de Don Igi, el Indiano, interpretado por Juan Codina es brutal. Es un garabato de alfeñique que deambula por el escenario en un jirón trágico del esperpento más puro. También es reseñable el personaje de la Pepona, realizado por la actriz Lucia Quintana, sobre todo en la última escena, repleta de patetismo, que implora la pérdida del Jándalo, Juan Antonio Lumbreras, por ellos mismos asesinado.

  (La Pepona y los Casposos)

Para finalizar la faena está La rosa de papel, llevada a cabo por Salva Bolta, que en un principio parece que promete mucho pero que se termina por difuminar en una absurda espiral grotesca de mal gusto. Zafia, chocarrera, blasfema, alejada de los ideales estéticos e ideológicos de Valle, pueden confundir al espectador más profano en la materia por esa distorsión tan vulgar a la que se ve sometida de la mano de la dramaturgia de su director. El toque de puterío en las peinetas de viudas alegres como ewoks pintados a lo Gene Simmons y los penes gigantes de los huerfanitos destruyen el buen comienzo que realizan el protagonista Marcial Álvarez -el famoso Pope de la veterana serie Comisarios- enseñándonos el culo, y La Encamada, Nerea Moreno, -¡¡ Mama Floriana, Mama Floriana, Mama Floriana !!-, que terminará semejando el icono de una virgen furcia necrofilada por el enorme falo del personaje principal de Simeón Julepe.

(Simeon Julepe en el velatorio ante Mama Floriana)

Por lo tanto, una propuesta escénica descendente, que va de más a menos, finalizando con una decadente dramatización, por parte de Salva Bolta, que deja un regusto agridulce del buen trabajo, sobre todo el de Ana Zamora, provocado por sus otros dos compañeros.

Dicen que Juan sin Credo el primer día que fue a ver el Retablo, terminó en una terraza del asturiano de la calle Argumosa, escuchando los goles del Barça del triplete, en una Copa del Rey de un Rey que se va de Copas y al que luego silban sin himnos ni banderas. Dicen que Juan sin Credo, en la segunda ocasión que estuvo viendo el montaje, se llevó como fetiche el burujo rojo donde Mama Floriana se guardaba los reales antes de morir. Dicen que a Juan sin Credo se le cayó, no sabe donde, dicho burujo después de escribir esta crónica antes del amanecer.

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