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Juan sin Credo

Con cajas (de cartón) destempladas

No cejamos en nuestro esforzado empeño de desenterrar, a manera de paleontólogo que busca una pequeña muestra ósea que determine el origen de nuestra especie, toda la producción crítica de nuestro, cada día menos incógnito, Juan sin Credo, último eslabón de la afamada escuela nihilista tan denostada por el relativismo dogmático y demagógico que envuelve el panorama cultural e intelectual actual.

Esta vez encontramos unos papeles mojados que contenían una reflexión sobre la obra Affabulazione de Pier Paolo Pasolini, puesta en escena bajo la dirección de Vicente León, con la Compañía de Teatro de la Esquirla y Teatro Pradillo de Madrid, para el XIII ciclo de autor del 9 al 22 de Febrero, dentro del Festival de Escena Contemporánea 2009.

Sin ánimo de perturbar, ni de dejar rastro de mácula a las palabras de tan rechazado pensador, ofrecemos a continuación su verbo de corrido para endulzar las pertrechadas conciencias con esa apetencia a la golosina frugal que de tanto se carece cotidianamente.

Había vuelto el invierno al invierno tras unos días de tregua donde florece la nata del almendro, principal precursor de escotes y faldas palabra que te dejan sin honor y sin respiración. Esta vez me acompañó mi virtuosa Zeniala Volvoreta, máxima exponente de la tradición oral en un mundo cada vez más silencioso.

El evento era en el Teatro Pradillo, lugar próximo a ese Madrid opulento de grandes oficinas y viviendas de una fortuna el metro cuadrado, donde las tendencias ideológicas se escoran hacia la destreza de una diestra que destroza cualquier ilusión de una bolsa cada vez más amplia de marginados, descansando sus tristes huesos en unas sábanas de cartón bajo el techo a la intemperie de cualquier lujoso escaparate.

El Teatro Pradillo es un espacio ocre, opaco, desvencijado; la falta de subvenciones o el estado de carestía generalizado le impide esa reforma que se escucha a gritos desde sus butacas. Aún así comienza la función con una sala a rebosar de espectadores.

Escenario simbólico, música actual metalizada, acertado juego de luces. Una hilera de espejos como único decorado que desfigura en esperpento el perfil de los actores. Vestuario sencillo, uso puntual de las diapositivas y desnudos esporádicos -sin ambición erótica- son algunas de las características esenciales de esta puesta en escena con un ritmo espeso y asimétrico.

La obra de Pasolini es de alto calado intelectual, con reminiscencias de los clásicos grecolatinos, en concreto Sófocles y su Edipo Rey, aunque el autor italiano invierta los papeles y es el padre el que mata al hijo. Un padre atormentado que busca en el hijo un renacer de su senectud con las jóvenes hormonas que rebosan en su hermoso falo. Un conflicto generacional que alimenta una tensión finalizada en tragedia: el hijo asesinado, la madre muerta en la locura y el padre, rico industrial milanes, primero encarcelado y luego arrojado a la indigencia.

Se entrelazan escenas oníricas con las virtuales; cabe señalar aquella pintoresca donde el padre acude a un pitoniso para averiguar donde está su hijo, totalmente prescindible. El personaje de Sófocles, que se aparece en sueños al padre, es muy poco creible para el espectador. Pero el principal motivo para que la obra realmente no funcione es la omnipotencia del actor principal Francisco Vidal.

Este afamado y veterano actor y director -conocido, entre otras muchas actuaciones, por su participación en series de televisión de máxima audiencia como Cuéntame, o aquella menos reciente que permanece en la retina colectiva de los espectadores más entrados en edad Crónica de un Pueblo- se mueve por las tablas con una presencia tan aterradora que eclipsa con su rol actancial al resto del reparto de la obra.

Francisco Vidal se enerva desde su pequeña estatura por encima de los demás actores, aulla, se desnuda en su hondura, apabulla y la obra sólo se sostiene por su figura. Los otros actores parecen marionetas inútiles, juguetes rotos en manos de la bestia. El único que se salva es Jose María Urteta, posiblemente por el reparto de papeles que le toca. El que sale menos favorecido es Eduardo Cámarco pues le toca bailar con la más fea, en este caso representa al jóven, antítesis del padre. Figura inerme, pajarita de charol, su fragilidad en escena se derrumba en una actuación inverosimil que debe hacerle plantear muy seriamente una revisión a fondo de su personaje.

 

Dicen que después de tan excelso rigor intelectual Zeniala Volvoreta y Juan sin Credo fueron a regar su sopor con un excelente tinto de Ribera, apellidado Ars románica. Dicen que compartieron lugar con el elenco de actores y que con la desinhibición de los vapores se acercaron a saludar a Francisco Vidal que les devolvió un agradecimiento humilde y sincero. Dicen que al vover hacia el metro se econtraron una quincena de indigentes cuyo único techo era la bóveda celeste. Dicen que Juan sin Credo se preguntaba si tanto gusto por el teatro no le estaría alejando de sus orígenes proletarios.

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